¿El pacifismo es cosa del siglo pasado?

Europa en armas

La razón de estado y “la política por otros medios”

Quien se inventó el término de estado-nación seguramente no tenía la intención de describir la realidad de forma tan literal. Pero, ciertamente, hoy no son las naciones quienes poseen estados, sino los estados quienes poseen sus naciones. La trayectoria desde la Unión Soviética a la actual Federación Rusa es un ejemplo nítido: por muy radicalmente que haya cambiado su envoltorio político, económico e ideológico, el núcleo duro del nacionalismo de estado de corte autoritario ha preservado la continuidad histórica de la gran Rusia. Aunque tampoco hay que ir tan lejos, también tenemos ejemplos mucho más cercanos.

Los núcleos duros de los estados-nación asoman a escena siempre que se necesita “continuar la política por otros medios”. Son santuarios en la penumbra donde se cultiva y reproduce la llama de la autoridad suprema, la violencia sin escrúpulos y sin piedad, el patriarcado altamente concentrado. La razón de estado les permite retener la propiedad sobre la nación a cualquier precio.

La otra característica definitoria de los estados-nación es su compenetración con las élites que concentran el poder económico. Más allá de la retórica liberal, en realidad estas élites requieren de los servicios de los estados-nación – legales, financieros, privilegios fiscales, infraestructuras públicas, diplomáticos, militares, etc. – para materializar su posicionamiento sobre los territorios y para seguir acumulando lucro ilimitadamente.

Con las crisis de suministros estamos viendo cómo la globalización capitalista está alcanzando los límites de disponibilidad de muchos insumos -tanto energéticos como materiales- que son su base física. Y la disputa entre los grandes complejos empresariales para acceder a ellos implica un clima de conflictividad entre estados o coaliciones de estados por la exclusividad sobre los territorios en que se encuentran.

Las naciones no tendrían por qué ser como el agua y el aceite, excluyentes entre sí. Es la constante compulsión de este entramado entre estado-nación y élites económicas por dominar territorios lo que impide la posibilidad de compartir soberanías donde convivan comunidades diversas. Como si fuera una matrioshka, lo hemos visto con Rusia versus Ucrania, con Ucrania versus el Donbass y seguramente lo veremos en el Donbass versus la población ucraniana que quede ahí. La seguridad propia se vive como permanentemente amenazada por la simple existencia de la comunidad vecina, y la única forma de preservarla es su sometimiento o eliminación, o la perversión de la democracia ejercida como dictadura sobre las poblaciones minorizadas.

Superpotencias jugando en la ruleta rusa

Ucrania se ha convertido en uno de esos puntos de fricción de placas entre de los estados-superpotencias globales. El Pentágono y la OTAN -instrumento de subordinación de Europa a su estrategia-, han jugado una larga partida de acoso, en su apuesta por la expansión del control territorial en las fronteras de la Federación Rusa. El nacionalismo de estado de la Federación Rusa, por su parte, ha respondido con su estrategia de recomposición imperial hacia las repúblicas exsoviéticas, contando con el apoyo de la élite de Londongrad. Ambos bloques argumentan su expansionismo como defensa propia, con lo que llega un punto en que la seguridad de uno implica la inseguridad del otro.

Como dice Chomsky: “Rusia es un estado petrolero cleptócrata que depende de un recurso que debe disminuir drásticamente o estamos todos acabados”. Algo parecido se podría decir del resto de potencias, pero en el caso de Rusia es todavía más acentuado. Y en esa arriesgada partida el estado-potencia con una gobernabilidad con menos frenos y más urgido es el que ha acabado disparando primero. La OTAN tiene su parte de responsabilidad, por llevar el juego hasta el límite. Pero la máxima responsabilidad es de quien ha calculado, planificado y desatado la máquina de matar a gran escala de su estado-nación sobre el pueblo de Ucrania, aceptando como precio válido la devastadora catástrofe humana y ecológica que esto comporta.

¿A quién y para qué importa nuestro posicionamiento?

Santiago Alba Rico escribía estos días un interesante artículo donde exponía el desasosiego en la izquierda por la dificultad de posicionarse en una situación tan compleja y en la que el agresor material no es ni EE. UU. ni la Unión Europea, nuestros villanos favoritos. No es sólo que nos cueste posicionarnos, dice, es que nos cuesta incluso saber qué pensar y qué pedir.

Pero ¿para quién y para qué tiene importancia nuestro posicionamiento? En primer lugar, hay que ser conscientes de que nos encontramos ante una dinámica histórica, como la antes descrita, que no merece otra cosa que una enmienda a la totalidad. La cuestión no es si estamos de acuerdo o no con una determinada jugada de una de las superpotencias en juego -por ejemplo, el envío de armas-, es que estamos y debemos estar fuera de este juego. Y, cuando entramos al trapo de que no es lo mismo hablar desde el activismo que desde las instituciones, caemos en el delirio de grandeza, tan frecuente en la izquierda, de hacer como si desde la presencia en las instituciones pintáramos algo.

La cruda realidad es que en ese caso el posicionamiento de la izquierda es requerido desde el poder para dar cheques en blanco a la razón de estado, contribuyendo a la aceptación social de medidas insertadas en estrategias fuera de nuestro alcance, que permanecen expresamente resguardadas del conocimiento y posibilidad de influencia, no solo de las ministras de izquierdas, sino ni siquiera del presidente de gobierno.

Evidentemente que nuestro posicionamiento es crucial, pero su utilidad se encuentra más abajo: la disputa del relato social, construcción de valores y pensamiento crítico en los ámbitos en los que nuestra opinión pueda tener influencia, directa o indirecta. En este sentido, el papel de las personas que ocupan cargos institucionales si comporta más responsabilidad, pero no tanto por el cargo en sí mismo, sino por el mayor liderazgo de opinión que conlleva.

Efectivamente, necesitamos un posicionamiento enfocado a promover una lectura crítica colectiva, transformadora y constructora de paz sobre la violencia suprema, sus causas y sus consecuencias. Para prevenir las siguientes guerras que pueden estar asomando, si se consolida esta escalada armamentista que recorre Europa, resucitando el nauseabundo “si vis pacem, para bellum”. Para impedir que el debate sobre la guerra se haga sobre el negacionismo de la emergencia climática, energética y ecológica en la que nos encontramos. Volviendo a Chomsky, “esta catástrofe ha tenido lugar en un momento en el que todas las grandes potencias, y de hecho todos nosotros, debemos trabajar juntos para controlar el gran azote de la destrucción medioambiental que ya se está cobrando un precio desastroso, y que pronto será mucho peor si no se realizan grandes esfuerzos rápidamente”. Para denunciar la tendencia creciente en los estados-nación al autoritarismo, el racismo y la necropolítica como formas de gobernar esas emergencias a favor de las grandes corporaciones. Para levantar un muro de contención frente a imaginarios de glorias y sacrificios humanos, de héroes y desertores, del regreso a la retórica que inflamó la Europa de 1914.

Presionadas por las factorías mediáticas de emociones, hemos visto políticas y tertulianas, incluso de izquierdas, pontificando pornográficamente desde su posición de confort y privilegio, sobre tomar fusiles para defender a Ucrania. También hemos oído decir que el pacifismo es una idea atrasada, del siglo pasado. Perversión ética del progresismo, como si las cosas se valoraran no por su justicia, ni siquiera por su eficacia, sino simplemente por ser avanzadas o atrasadas.

Esta productora de sensibilidades e imperativos morales de usar y tirar es la misma que fabrica la indiferencia ante la guerra de Yemen -donde seguimos exportando armas a la tiranía saudí para bombardear a la población civil- o frente a los más de 60 conflictos armados que hoy existen en el planeta Tierra, o frente a las personas no europeas que son rechazadas huyendo de Ucrania, o de las que la Unión Europea mata en el Mediterráneo por huir de esos conflictos.

Qué pedimos

Si tanto les importa qué pedimos, pedimos la desmilitarización, la desnuclearización, la descarbonización, la despatriarcalización de nuestras vidas y nuestros territorios. Queremos más soberanía social frente a la dictadura de las mega-transnacionales y las cloacas de los estados-nación. Queremos construir formas de compartir soberanías y territorios entre los pueblos, desintoxicando nuestra convivencia de los exclusivismos. Éstas deben ser nuestras cartas para jugar nuestro propio juego: el de la supervivencia de la humanidad ante los retos de la crisis global. Y no aceptamos lecciones morales, ni las lágrimas de cocodrilo de la necropolítica.

La valentía, la heroicidad y la gloria de este siglo frente a todas las formas de tiranías, invasiones y guerras deben ser la resistencia popular, la no colaboración y la desobediencia civil masivas, como la de las más de 6000 personas detenidas en Rusia para oponerse a la guerra sabiendo a qué se arriesgaban, o las miles que resisten en Ucrania como pueden y de acuerdo a su imperativo moral, ese sí, totalmente respetable. Porque la vida tiene mucho poder para sobreponerse a la adversidad. Con determinación, perseverancia e inteligencia colectivas cualquier tiranía es vencible, enmendable, rectificable y reversible. Casi todo, menos la muerte.

 

Artículo de Àlex Guillamón, activista de Entrepueblos, publicado inicialmente en El Salto