Vivir Sin Miedo, comunicación feminista para transformar imaginarios en Perú

Cuando preguntamos a las mujeres del norte de Lima y del interior de Cusco, cuál era la principal barrera que encontraban en sus vidas para enfrentar las situaciones de violencia de género, a pesar de situarse en dos territorios tan dispares, el “miedo” apareció omnipresente en las respuestas.

Miedo a perder a los hijos, miedo a no tener un techo donde vivir, miedo a sufrir represalias, miedo a la violencia sexual, a ser juzgada por el entorno, a ser revictimizada por el sistema.

Siglos de represión y dominación patriarcal había logrado atravesar los cuerpos de las mujeres con miedo, una emoción reactiva que, aunque nos ayuda a protegernos antes situaciones de peligro, también paraliza, inmoviliza, nos hace pequeñas, perdiendo en ese mar de sensaciones atenazantes nuestra capacidad de agencia para romper cadenas, para dar paso a vidas nuevas.

“Vivir Sin Miedo, es nuestro derecho”, nos dijo un día de noviembre de 2019, la comunicadora afroperuana Sofía Carrillo, reunida con nosotras en la sala de las conspiraciones de Demus, allí donde junto al equipo de Kallpa, buscábamos hacía semanas un lema para una campaña gestada entre todas para prevenir las violencias machistas.

Recuerdo que una de las preguntas que más me interpelaron de muchos de los diálogos que entretejimos en esa habitación fue: “pero, ¿cómo? ¿qué les ofrecemos a las mujeres para que puedan vivir sin miedo?” El feminismo institucional peruana había gastado años haciendo incidencia política para que el Estado se hiciera cargo, años de movilizaciones, proyectos de ley, diálogos políticos, para construir una arquitectura institucional que pudiera poner freno a las violencias y a sus múltiples expresiones.

Sin embargo, décadas después del inicio de esta travesía, 135 feminicidios, 97926 casos de violencia y 5521 mujeres desaparecidas tan solo en 2020, nos ayudan a dimensionar la gravedad de esta lacra. Las denuncias son ínfimas en relación a la incidencia de casos, solo 289 de cada 1000 mujeres agredidas físicamente acudieron a alguna institución en busca de ayuda (Endes, 2019). El dato no extraña ¿Quién quiere acudir a un sistema que revicitimiza, descree e incluso culpabiliza a la propia víctima?

¿Vivir sin miedo, tejiendo redes? Las respuestas colectivas frente a las violencias no son estrategias nuevas, pero las acciones de los feminismos parecen no ser suficientes para llegar a aquellos distritos y comunidades donde la violencia ocurre. Lamentablemente cada espacio vació es ocupado a una velocidad vertiginosa por iglesias de todo tipo con las que disputamos el sentido de palabras tan importantes como vida, familia o comunidad.

¿Puede ser el feminismo/ los feminismos una respuesta real para el día a día de las mujeres peruanas? ¿O dejaremos que el apoyo comunitario llegue atravesado de nuevos mandatos de sumisión, fundamentalismos, control de nuestros cuerpos? Cientos de feligreses engrosan día a día las filas de las iglesias evangélicas. Al fin y al cabo, son comunidades donde las mujeres encuentran apoyo y sostén en lugares donde el tejido social ha sido profundamente dañado por las lógicas del neoliberalismo, y la ceguera estatal hacia los problemas que atentan contra la vida misma.

Tejiendo redes suena bien, pero las mujeres de Acomayo, una región en la provincia de Cusco donde Kallpa trabaja “no lo entienden” me dice Eutropía Delgado, ni siquiera tiene una traducción literal en quechua. Nosotras decimos “Mana Manchakuspa Kawsasunchiq Kawsayninckikta awaspa” “Vivamos sin miedo, tejiendo nuestras vidas”. Me quedo maravillada con la potencia de esta frase que transciende el sentido de la propuesta inicial, planteada en un lenguaje alejado de las cosmovisiones andinas, más cercano a nuestras lógicas de proyecto.

Es marzo del 2020 y ante mi incredulidad inicial frente al paciente cero peruano, de un día para otro acabamos confinadas sin entender muy bien lo que está ocurriendo en el país. Las alas de mariposa aletearon en Wuhan a cientos de miles de kilómetros, desencadenando una de las crisis sanitarias más letales que ha enfrentado la especie humana.

Desde esta Lima cerrada a cal y canto, más allá del miedo al contagio, nos quita el sueño imaginar los miles de mujeres que deben convivir con sus agresores a lo largo de cuatro ininterrumpidos meses que duraría esta primera fase de inmovilización social obligatoria. Ante la imposibilidad de desplazarnos a los territorios y comunidades solo nos queda difundir los canales de denuncia del Centro de Emergencia Mujer a sabiendas que es insuficiente, a sabiendas que están colapsados, que muchas se encontrarán con teléfonos comunicando, con conversaciones en chats sin respuesta. La sensación de impotencia es tremenda. Vivir sin miedo, entretejiendo nuestras vidas, suena al mejor de los mundos posibles, ahora que no sabemos aisladas, confundidas, confinadas en la familia nuclear radiactiva.

Pero las mujeres no paran, y ante la estupefacción e inoperancia del Estado -que a duras penas logra anunciar la entrega de bonos sociales que tardarán aún meses en llegar a los bolsillos de las familias- cientos de mujeres se organizan en barrios para hacer frente al hambre que asola al pueblo. Haciendo colectas, desbordan el confinamiento doméstico para cocinar en común y alimentar a familias hacinadas en casas sobre las que ondean banderas blancas. Las mujeres de la Red de Carabayllo son el motor en este distrito de Lima Norte, ellas ponen el cuerpo y la fuerza de trabajo para sacar esta inmensa tarea adelante que son las ollas comunes. Mientras las clases medias y altas se miran aterradas visualizando en cada interacción una posibilidad de contagio, estas mujeres en barrios sacan de donde no hay para tejer solidaridad y apoyo mutuo.

En noviembre de 2020, 6 meses después del inicio de esta crisis, nos damos cuenta que necesitamos ir un poco más allá, que tenemos buenas ideas, pero nuestras posibilidades de hacer ruido, de generar impacto, son pocas. Nos hablamos entre nosotras, predicando a las convencidas, pero el feminismo es “ideología de género”, es “odio hacia los hombres disfrazado de igualdad”, es “resentimiento y venganza” en boca de “Con Mis Hijos No Te Metas” y estos peligrosos movimientos que emulan el “Hazte oír” español y que con sus caravanas, megáfonos y videos virales hacen de nuestros sueños un cuco que amenaza la tranquilidad y paz de las familias tradicionales.

“Vivir sin miedo” es una campaña que nace con la urgente necesidad de parar la violencia contra las mujeres en nuestro país, reza en la página web, uno de los canales que buscan dar a conocer esta iniciativa para romper estereotipos y creencias que sostienen la violencia de género. Mujer Montaña, una canción que, de la mano de artistas peruanas, hace referencia a las montañas de Acomayo en Cuzco y los cerros de Carabayllo en Lima, al mundo andino, a la migración, a esta idea que soñamos germinar: que las mujeres juntas podemos hacerle frente a todo, que allí donde el Estado no llega las mujeres organizadas podemos parar y poner freno a la violencia.

La voz de Susana Baca, cantante afroperuana, ex ministra de cultura y ganadora de un premio Gramy, retumba en mi habitación y mi corazón se estremece cuando escucho las voces de estas mujeres coreando: “Si toca a una nos tocan a todas porque despertamos, ya nunca más solas.”

En febrero de 2021, Mujer Montaña transciende nuestra comunicación oenegera, irrumpe en el ciberespacio en grupos de whatsapp, y se reproduce a la velocidad de la luz en redes sociales. Hemos roto todas las expectativas de impacto a las que estamos acostumbradas desde nuestra humilde plataforma de difusión. Pero más allá de eso, conmueve leer comentarios que señalan que Mujer Montaña es un himno, que ya era hora de ver mujeres reales y no las versiones blanqueadas que la publicidad vende, que se sienten identificados con esos rostros, con esos cuerpos que resuenan y vibran con los mensajes de hacer frente a las violencias machistas.

No hay duda que el arte es un gran vehículo para cambiar imaginarios, y los rostros de estas potentísimas mujeres que desde Carabayllo y Cusco sostienen la vida cada día, se comen la pantalla. Renata Flores, cantante ayacuchana de 18 años, que está revolucionando las bases de la música en quechua, nos ayudará posteriormente a hacer una versión en esta lengua originaria en un video de construcción colectiva para el que recibimos decenas de colaboraciones de mujeres, desde diferentes lugares del Perú y amigas del Estado español, coreando “soy mujer montaña sueño lo que quiero, lo que me da gana”.

Esta canción constituye, sin duda, un hito en este camino que emprendimos junto a Demus y Kallpa, la Red de mujeres organizadas de Carabayllo y la Red Kuskaya de mujeres de Acomayo, pero feminizando la famosísima frase del poeta Cesar Vallejo, “aún queda mucho por hacer, hermanas” y las caravanas y acciones feministas ya llegan a los territorios para seguir dando vida a estos procesos que se construyen de a poco, en diálogo y desde abajo.

Agustina Daguerre, Entrepueblos Perú

 

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